sábado, 15 de septiembre de 2012

Crónicas de funciones: Don Carlo (Viena, 13/9/12)

Con unas atractivas funciones del Don Carlo verdiano, el pasado día 4 de septiembre, levantaba el telón la Staatsoper de Viena, para dar paso a su conocido frenesí de funciones, aproximadamente una al día, alternando títulos muy variados (estos mismos días también podían verse allí Arabella e I Vespri Siciliani). Se retomaba para la ocasión la nueva producción de D. Abbado, que se estrenó al cierre del pasado ejercicio (con crónica en nuestro blog) con idéntico reparto al de estas fechas pero con Vargas el rol titular y el veterano Halfvarson como Gran Inquisidor. En esta ocasión, el mayor atractivo radicaba en la presencia de R. Alagna como anunciado protagonista. Sin embargo, tras un verano complicado, que puso en riesgo incluso su debut como Calaf en Orange, el apreciado tenor, por prescripción médica, tuvo que cancelar todas sus funciones en esta producción vienesa. Caía con ello uno de los principales alicientes de la serie de representaciones, si bien el resto del reparto, como comentaremos, era también de categoría. Se pensó primero en F. Sartori para sustituirle, pero también cayó enfermo. Tampoco R. Vargas estaba disponible para esas fechas. Así que el compromiso de abrir la temporada vienesa recayó en el honrado G. Gipali, un joven tenor albanés, ganador del certamen Operalia en 2006. La que sigue es la crónica correspondiente a la última de estas funciones, la del día 13 de septiembre. 

Decía que Gipali es un tenor honrado porque hay que reconocer que no canta mal. Al contrario, su fraseo es verdiano, la emisión es regular. Sin derroches de ningún tipo, pero puede salvar la papeleta. El problema es que le viene grande una sala como la de la Staatsoper, no sólo por una cuestión de mero volumen, sino por empaque, presencia. La orquesta, nada mimada su sonoridad por Welser-Möst, le sepultó en más de una ocasión. Recuerdo haber escuchado este mismo año a Gipali como Foresto, en el Attila romano dirigido por Muti. De ese cometido salió mucho más airoso, sin duda por el menor compromiso de su parte en aquella ocasión. Una lástima, pues, no haber podido contar con Alagna en Viena, que hubiera sido, cabe suponer, un Don Carlo a la altura de las circunstancias.

En el resto del reparto sobresalía un rotundo Pape, cada vez más comprometido y sólido en su interpretación de Felipe II. Hace casi un año pude escucharle el mismo rol en Berlín y la sensación es de evolución, de consolidación del fraseo y de búsqueda de más matices. Vocalmente está en un momento espléndido, con una emisión desahogada y contundente. Un lujo de Felipe, vocal y dramáticamente.

Redondeaba el trío de protagonistas masculinos el impecable Posa de S. Keenlyside. Es increíble el momento tan sólido que atraviesa como cantante. Qué forma de decir el texto y de llenar el escenario con sus gestos. La voz no es verdiana, pero es amplia, homogénea y compensa cualquier carencia al respecto con un canto espléndido, atentísimo al texto y matizado. El rol de Posa es muy exigente, pues canta casi en cada escena y remata su actuación con una larga escena que incluye dos exigentes arias. Keenlyside salió airoso de la prueba, sin atisbo alguno de fatiga y dejando cotas altísimas de canto en su intervención ante la reina y en su duo con Felipe II. Bravísimo Posa.

Stoyanova encarnaba en este caso el papel de Elisabetta y sólo puede calificarse su labor como excepcional. No es una voz con tintes dramáticos, es más, quizá se antoje algo ligera para un papel que han cantado líricas con mucho más peso, como Freni, o ya en nuestros días, Harteros, Radvanosvsky o Arteta. Pero Stoyanova aborda el papel desde un punto de vista tan consistente, tan detallista, con una facilidad casi innata para las medias voces y los sonidos flotantes, que no se echa de menos una voz con más cuerpo. Su escena final, antes del duo con Don Carlo, cosechó entusiastas aplausos en la sala. Una Elisabetta espléndida, sin duda.

El complicado y jugoso papel de la princesa de Éboli recaía en esta ocasión en la ya veterana mezzo italiana Lucia D'Intino. Su voz es tan autentica como compleja. Y es que la diferencia de emisión y color entre los diversos registros es evidente, aunque están tan bien ensamblados, los articula tan bien, que lejos de ser un demérito llegan a ser un recurso vocal interesante. Quizá las agilidades de su canción del velo no fuera pluscuamperfectas, y quizá no todos sus agudos resultaran igual de percutientes, pero su labor en conjunto fue sobresaliente, aunque fuera sólo por el arrojo con que cantó la escena del jardín y por cómo entono el "Oh, mia regina" que sucede al "O don fatale", una delicia a media voz.


El Felipe II de R. Pape encontró una espléndida réplica en la notable voz de Ain Anger, un habitual de la Staatsoper, donde canta constantemente, en muchas de sus producciones. No se echó de menos al veterano Halfvarson, lo cual ya es un mérito a considerar.

Quizá lo más decepcionante de la noche vino del apartado orquestal, tremendamente irregular, sin duda a causa de la escasa implicación del director titular de la Staatsoper, Welser-Möst, que resulta imprevisible cuando abandona su repertorio "natural", que prácticamente se reduce a Strauss y Wagner. En sus manos, la orquesta de la Staatsoper sonó a veces demasiado pesante, ajena a la enorme riqueza melódica que esconde la partitura verdiana. Hubo también momentos espléndidos, como todo el último acto, o situaciones de enorme virtuosismo orquestal durante la vertiginosa escena del jardín. La sensación, en suma, es que no interesaba en demasía al director la obra que sea traía entre manos, no ofreciendo otra cosa que una lectura rutinaria, sin demasiadas intenciones y en ocasiones algo apresurada. El coro cumplió con su cometido, pero sin mayores alardes, lejos de su espléndido desempeño en el repertorio germano.


La producción de D. Abbado (con escenografía de G. Gregori, vestuario de Carla Teti, e iluminación de A. Carletti) llegaba para reemplazar a la ya clásica de Pizzi, vista durante tantos años en la Staatsoper. Y la verdad, cuesta aclarar qué añade esta nueva producción, qué necesidad había de encargar una propuesta escénica tan vacía, de un minimalismo tan improductivo. Lo mismo hubiera valido para Don Carlo que para Il Trovatore que para una docena más de títulos. ¿No seria mejor revitalizar las propuestas clásicas y ofrecerlas como tales, en un ejercicio de historicidad, para que convivan en una misma temporada la vanguardia más reciente como el clasicismo más enciclopédico? Si se renueva algo, por lo general, ha de ser para mejorarlo. En caso contrario, la propuesta es un error y un dispendio. Y este Don Carlo presenciado en Viena es un caso paradigmático. Tanto como el de la propuesta escénica de G. del Monaco, vista el pasado año en Bilbao y Sevilla. Se trata de propuestas escénicas sin interés, sin apenas dirección de actores, con escenografías anodinas, que distan tanto del realismo más rancio como del conceptualismo más previsible. Una lástima, pues, que la Staatsoper proponga un Don Carlo escenicamente tan poco atractivo, sobre todo teniendo en cuenta que será una producción llamada a quedarse y repetirse en siguientes temporadas. Aprovecho para comentar que no he visto ni una sola puesta en escena de Don Carlo que me parezca redonda. Siempre los mismos convencionalismos y ninguna vuelta de tuerca digna de mención. Una lástima que este enorme título de la producción verdiana se tenga que escenificar o bien con nuevas propuestas sin contenido o bien con los ropajes ya vetustos de puestas en escena algo caducas. ¿No hay un término medio?


A modo de valoración global, pues, un Don Carlo de altura en el apartado vocal que habría sido redondo e incluso histórico con un protagonista como el previsto Alagna y que habría ganado muchos enteros con una batuta comprometida y una propuesta escénica más relevante.

Fdo. Alejandro Martínez


* Imágenes de Barbara Zeininger, procedentes de la Staatsoper de Viena.
  Correspondientes a las funciones del pasado junio, con R. Vargas en el rol titular.

martes, 11 de septiembre de 2012

Crónicas de funciones: "Moses und Aron", Teatro Real, 7/9/12

El Teatro Real levantaba el telón de su decimoquinta temporada tras la reapertura con la representación en concierto de Moses und Aron de Schoenberg, una obra que ya había previsto programar Antonio Moral, escenificada, pero que se descartó en su momento y que finalmente se ha estrenado en Madrid sin escena y con orquesta y coro distintos a los titulares del Teatro Real. Una opción que ha suscitado no pocas polémicas acerca de los costes que implicaba, inmerso como está el Real en apretados cauces presupuestarios. Lo cierto es que estas dos representaciones en concierto que abrían la temporada son parte de una gira coproducida por el Real junto a la Philarmonie de Berlín y el Festival de Lucerna, lo que ha permitido ajustar sus costes, si hacemos caso de la comunicación oficial del Teatro Real al respecto.

Al frente de la versión en concierto se hallaba la batuta de S. Cambreling, ya habitual en el Real desde el desembarco allí de G. Mortier. La presencia de Cambreling es una garantía de solvencia en este repertorio que emerge desde el clasicismo puro y se tiende hacia la vanguardia, como ya se viera en el Real con Pelléas et Mélisande de Debussy y San Francisco de Asís de Messiaen, o con Poppea e Nerone, la reorquestación de L'incoronazione di Poppea de Monteverdi a manos de Boesmans, que también dirigió al cierre de la pasada temporada. A sus órdenes, de nuevo, como con las representaciones del citado título de Messiaen, regresaba la SWR Sinfonieorchester Baden-Baden, acompañada en esta ocasión por el Europa Chor Akademie, que debía abordar la endiablada escritura vocal de sus abundantes intervenciones, en la que se dice que es quizá la página operística para coro más exigente que se ha escrito. En términos globales el desempeño de orquesta y coro fue notable aunque sin alcanzar singulares cotas de genialidad. En todo caso, sólo cabe valorar, y mucho, su labor, con una partitura muy exigente.


El mítico Franz Grundheber, Wozzeck para el recuerdo, y ya en el ocaso de su carrera, sorprendió por la todavía contundente y bien proyectada voz con la que sirvió al personaje de Moses, escrito bajo la forma del Sprechgesang, un recitado hablado no exento de dificultades que Schoenberg escogió para confrontar el intelectual y abstracto discurso de Moses al más poético y encendido de su hermano Aron, escrito con frases de una melodía más clásica, dentro de los márgenes que ofrece la escritura dodecafónica. Ciertamente fue un acierto pleno contar con Grundheber para servir este papel, que requiere de la madurez interpretativa de alguien como él, capaz de sacar el máximo rendimiento a un libreto brillante, escrito con enorme inspiración por el propio Schoenberg.

Junto a él se encontraba Andreas Conrad en el papel de Aron, un rol con una escritura que asciende constantemente al agudo y requiere al mismo tiempo un fraseo ora amplio y poético, ora recogido e íntimo, lleno de contrastes. Conrad domina el papel con soltura (no en vano es el intérprete del mismo en uno de los escasos registros en DVD disponibles de este título), y fue una réplica idónea a las maduras intervenciones de Grundheber como Moses. 

El resto de interpretes (Johanna Winkel, Elvira Bill, Jean-Noel Briend, Jason Bridges, Andreas Wolf y Friedemann Röhlig) cumplieron en su labor con corrección y dignidad, no desmereciendo el nivel global de la representación.


En conjunto, pues, una espléndida ocasión para escuchar un título no programado con demasiada frecuencia. Si bien se ofreció en versión concierto en esta ocasión, cabe preguntarse si la ganancia con su escenificación habría sido notable, amén de la singularidad de la obra, más próxima a los términos de un oratorio, con más acción en el texto que en la escena. No cabe duda de que una gran propuesta escénica hubiera sido bien valorada, pero no es sencillo el reto de escenificar este título de Schoenberg. Así que al margen de todas las polémicas generadas por los elementos escogidos para programar estas representaciones, puede decirse que el resultado musical, que es lo verdaderamente importante, osciló entre lo notable y lo espléndido.

Fdo. Alejandro Martínez

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Crónicas de funciones: Lohengrin - Festival de Bayreuth en el Liceo (02/09/12)


Unos cincuenta años después de su visita de 1955, y con motivo del inminente bicentenario del nacimiento de Wagner, la orquesta y el coro del Festival de Bayreuth visitaban de nuevo el Gran Teatro del Liceo, presentando en esta ocasión tres títulos en versión concierto (El holandés errante, Lohengrin y Tristán e Isolda). En la visita se introducían algunos cambios sustanciales respecto a los carteles originalmente presentados en Bayreuth, como el cambio de las batutas de Thielemann y Nelsons por la de Weigle, especialmente ligado al Liceo y ya presente en ediciones pasadas del Festival de Bayreuth (sí se ha mantenido a P. Schneider al frente del Tristán). Igualmente, no estaban algunas voces importantes, como la de Pieczonka o la del defenestrado Nikitin, a resultas de su affaire con el clan Wagner por causa de su polémico tatuaje. Sea como fuere, la ocasión era importante, casi se diría que una cita imperdible, para escuchar un Wagner de primera, si bien la acústica del Festpielhaus de Bayreuth dista mucho de semejarse a la del Liceo barcelonés. Con este conjunto de factores a favor y en contra, ¿cómo ha resultado finalmente la visita de Festival de Bayreuth al Liceo? Contaremos nuestras impresiones a tenor de la función de Lohengrin del domingo día 2 de septiembre.

Al cargo del rol protagonista estaba el polémico Klaus Florian Vogt, un Lohengrin ya consagrado y aplaudido desde hace unos años en los principales coliseos europeos. Ciertamente, la adecuación de su singular timbre, blanquecino y ayuno en armónicos, con la figura del caballero del Grial podría decirse que es tan completa como sorprendente. Y es que su vocalidad está en las antípodas de los caracteres que definen la vocalidad del heldetenor, siquiera la de un tenor dramático al uso, por más que Lohengrin haya sido el rol wagneriano más al alcance de tenores líricos (recordemos a Konya, Gedda y demás). En este sentido, es curioso que hoy en día levante idéntico entusiasmo el Lohengrin de cantantes tan diversos como Kaufmann y Vogt. Un rol, por cierto, hoy lujosamente servido, pues a los citados tenores se unen las voces del veterano Seiffert, todavía en forma, y el sudafricano Botha. Sea como fuere, la adecuación de una voz a un rol no radica sólo en la pura identificación tímbrica, sino en el decir, en la expresividad: no se trata tanto de qué voz se tenga sino de qué se haga con ella. Y en este caso, además, a un decir cargado de intenciones, le acompaña esa realidad tímbrica tan eterea, casi mística, que no por ello deja de proyectarse y correr por el teatro con sorprendente soltura. Así las cosas, fue el de Vogt un Lohengrin magnífico, aunque no paradigmático. Quizá más espléndido en la medida en que más extraño. Cosechó sin duda los aplausos más intensos del plantel vocal de la noche.

Junto a él, como Elsa, se encontraba la soprano alemana Anette Dasch, habitual intérprete del rol en las últimas ediciones de Bayreuth. No es dueña de un instrumento grande y poderoso, aunque sí hermoso. Tampoco es su técnica un mecanismo pluscuamperfecto, con algunos problemas iniciales de afinación y colocación. Pero cuando la voz calienta y la cantante se acomoda, es capaz de recrear una Elsa verdaderamente transida por los acontecimientos que la rodean, como sucedió especialmente en el tercer acto, cuando ella y Vogt ofrecieron un duo singularmente intenso.

La otra pareja estaba encarnada por el Telramund de Thomas J. Mayer y por la Ortrud de Susan Maclean. El primero, dotado de una voz netamente wagneriana, con abundante metal, y capaz de una expresividad cargada de intenciones, muy atento al texto, fue sin duda un Telramund más que notable, quizá incluso algo desaforado en sus intervenciones más intensas. En el caso de Ortrud, Susan Maclean no es una mezzo de relumbrón, pero es alguien capaz de cantar con magnetismo, de transmitir con todo su cuerpo, partiendo de una expresión facial casi hipnótica. Su dúo con Telramund al comienzo del segundo acto fue uno de los mejores momentos de la noche. Lo mismo en sus imprecaciones a los dioses, aunque aquí inevitablemente apurada en la resolución de las notas más altas de la partitura, como sucede a casi todas las intérpretes del rol, por otro lado. Lo cierto es que su prestación fue a menos a partir de ese momento, perdiendo la inicial colocación de la voz y teniendo crecientes problemas para afinar al encontrase ante el extremo más agudo de la partitura, concluyendo algo destemplada su última intervención en la escena final de la ópera.


El resto del reparto no paso de la mera corrección. El Rey Enrique estaba encarnado por W. Schwinghammer, un joven cantante con un buen material de partida, que podría dar para más si su técnica fuese más resuelta, pero que tuvo algunos puntuales problemas para resolver sus puntuales intervenciones. Y en el caso de Ralf Lukas, como el Heraldo, resultó evidente que ofrecía una voz ya ajada por el paso del tiempo y con evidentes problemas en el paso, siendo la suya sin duda una prestación vocal inferior a la de todos sus colegas.

Y llegamos al capítulo orquestal, verdadero aliciente de estas funciones. Realmente fue un lujo escuchar un Wagner servido con esos mimbres. Pero no es menos cierto que estamos ante un nivel de excelencia más o menos familiar entre las formaciones titulares de Berlín, Viena o Munich, o incluso entre las solventes formaciones de Londres y París, siempre que estén a las órdenes de un director inspirado. Quizá la falta en España de grandes orquestas titulares vinculadas a los teatros de ópera, excepción hecha del Palau de Les Arts, nos haga sobrevalorar la excelencia de estas formaciones foraneas. En todo caso, no cabe sino valorar el trabajo de la Orquesta y el Coro del Festival de Bayreuth como excelente. Comenzando por una sección de cuerda absolutamente virtuosa y capaz de un sonido angelical, como pudo verse ya desde las primeras notas del preludio, y terminando por unos metales infalibles y no menos virtuosos, sin olvidar la perfección inmaculada de todas y cada una de las intervenciones solistas de los instrumentistas a lo largo de la función. Lo mismo cabe decir del coro, una auténtica maravilla que lució sus espléndidas prestaciones en las abundantes páginas corales que ofrece la partitura de Lohengrin.


El trabajo de Sebastian Weigle fue el de un buen concertador, atento a las voces, buscando controlar a una orquesta acostumbrada a la singular acústica de Bayreuth y no a la de un teatro al uso, como el Liceo. Fue una labor muy profesional, pero sin genialidades.

¿Valoración global, pues? Como ya sugería antes, quizá acostumbrados a cuerpos estables de mayor solvencia nuestro asombro ante el despliegue de Bayreuth se matizase. Y en el apartado vocal, digamos que los papeles estuvieron en regla, pero tampoco hubo genialidades, excepción hecha del "extraterrestre" Vogt. Todos los componentes de la representación estuvieron pues a un nivel de una excelsa dignidad, podríamos decir. ¿Justificará eso el enorme desembolso acarreado por esta visita de los cuerpos estables de Bayreuth al Liceo barcelonés, en estos tiempos de ajuste por doquier? Al menos puede decirse que no se ha invertido en vano.

fdo. Alejandro Martínez

© Imágenes: cortesía y propiedad del Liceo

martes, 4 de septiembre de 2012

Crónicas. Recital de C. Stotijn en Vilabertran


El viernes 31 de agosto teníamos una nueva cita con la Schubertíada en Vilabertran, el recital de la mezzosoprano Christianne Stotijn y el pianista Julius Drake con obras de Rachmaninov, Mussorgsky y Grieg. La tramontana se había llevado el agobiante calor de días atrás y la iglesia de Santa María presentaba una buena entrada para asistir al debut en la Schubertíada de la cantante holandesa; no llegaba al lleno absoluto de Matthias Goerne y Alexander Schmalcz pero estas cosas sólo pasan con Goerne.

El recital comenzó con una selección de canciones de Sergei Rachmaninov que nos permitió apreciar la belleza de la voz de Christianne Stotijn, cálida y aterciopelada en el centro, de agudos magníficos y graves oscuros, así como el excelente acompañamiento de Julius Drake. El lirismo de la bien conocida Сирень (Lilo) fue el punto de partida del recorrido, que tuvo en mi opinión sus mejores momentos en Кольцо (El anillo) y Ветер перелётный (Brisa pasajera).

Del ambiente melancólico de Rachmaninov pasamos a Modest Mussorgski y su ciclo Детская (El cuarto de los niños), que presenta, con textos del propio Mussorgsky, siete escenas infantiles en las que el niño canta en primera persona con algunas intervenciones de la nodriza o la madre. Stotijn desplegó una gran expresividad y vimos el pequeño Mischa inocentemente enfadado en Вуглу (De cara a la pared), asustado por un escarabajo amenazador en Жук (El escarabajo), rezando por su extensa familia en На сон грядущий (Es la hora de dormir) o jugando feliz a Поехал на палочке (Un vuelo con un caballo de madera). Una delicia de canciones y una delicia de interpretación que nos llevaron hasta el descanso con la sonrisa en los labios.

Pero lo mejor aún estaba por llegar. En la segunda parte dejábamos atrás los compositores rusos para escuchar el noruego Edvard Grieg y las que probablemente son sus canciones más conocidas, el ciclo Haugtussa, a partir de poemas de Arne Garborg y con música variada y de clara inspiración folclórica. Stotijn y Drake hicieron una estupenda versión de este precioso ciclo, de la primera canción a la última, por destacar algunas, citaré la sensual versión de Møte (Encuentro), la divertida Killingdans (Danza de la cabrita) y la delicada versión de Ved Gjætle-Bekker (Cerca del arroyo Gjaetle), una canción que nos recuerda inevitablemente la canción del arroyo que cierra Die schöne Müllerin de Schubert.

Para terminar y como propina, dos de las Cinco canciones negras de Xavier Montsalvatge: Canción de cuna para dormir a un negrito y Canto negro, muy celebradas por el público que salió, por lo que pudimos ver, con esa cara de satisfacción que indica que todo ha ido bien; sin duda habíamos disfrutado de un muy buen recital. Y, por supuesto, habíamos asistido a un acto cultural, por más que haya quien se empeñe en devaluarlo a la categoría de entretenimiento.

fdo. Silvia Pujalte

* Esta misma crónica ha sido publicada en el portal  Nuvol.com